Hay ciertas zonas…

Existen determinadas esferas de influencia que pueden ser alcanzadas a través de posiciones y riqueza; todas, en su naturaleza intrínseca, son transitorias y efímeras. No obstante, contrastando con estas, se erige una zona de poder inaccesible, una que trasciende las limitaciones mundanas: aquella que interiorizaste de tu madre águila en el instante en que despertaste dentro de lo más profundo, de su nido protector. (De mi novela en proceso «Cazadores de mariposas»)

Fragmento: hay ciertas zonas…No es la altura

El poder de Jesús

Raysa White Más

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Mi Cristo eres tú
Obra de la artista cubana
Amarilis Veliz Diepa

Rebobinando la cinta de los recuerdos, visualizo mi vida tejida con los momentos que viví. Allí, en el telar de la memoria, se despliegan escenas en las que enfrenté la adversidad con determinación.

Aquellos días de debilidad física, cuando la enfermedad me abrazaba y la deshidratación se estremecía mi existencia. Echada en un inhóspito cuartito desprovisto de luz, donde la lluvia trazaba sus caminos en el suelo. En medio de ese escenario austero, sin recursos económicos y sin un sostén visible, cada aguacero era un recordatorio de mi fragilidad.

Llena de deudas –que pagaba con un contrato milagrosamente concedido por una institución del estado-, con más de dos chillando para que me dejaran sin él. Pudo haber sido que el dolor, de tan tenaz, no dejaba al cerebro espacio para pensar, pero mi situación física no podía ser más delicada.

Quizás el dolor, terco en su presencia, ocupaba tanto espacio en mi mente que apenas quedaba margen para la reflexión. Mi cuerpo delgado se convertía en un testigo silencioso de mi inestabilidad, y sin embargo, en medio de esta tormenta, el pensamiento que jamás encontró asilo en mi mente fue el temor a lo que el futuro pudiera deparar. Curiosamente, la pregunta de «¿Qué será de mi vida?» nunca encontró eco en mi interior.

Opté por confiar en mi Señor, como un viajero encomienda su travesía a un guía experimentado. Mi confianza, lejos de ser una ansiedad que me corroía, era más como la entrega de un hijo que, habiendo errado, estaba dispuesto a asumir las consecuencias. No me sentía con el derecho moral de esperar algo más.

Los días transcurrieron, y en medio de esta travesía interior, decidí hacer el retiro con mi comunidad y, posteriormente, en solitario.

Cierto es que Dios nos escucha siempre, mas pienso que es beneficioso compartir espiritualmente en comunidad porque somos parte de ella y, después de todo, nuestras decisiones son como piedras arrojadas en el estanque del inconsciente colectivo, generando ondas que afectan a todos. Pero también reconocí el valor de dialogar en la cámara interna de mi ser, donde también existe una colectividad íntima –el misterioso trino- del cual necesitamos consenso.

Así, en medio de las tribulaciones y los silencios, tomé responsabilidad de mis errores fundamentales e hice el compromiso de repararlos. Y a partir de ese momento –apoyada en la oración- comencé a levantar mi vida.

Así fue revelado ante mí, como una luminosa epifanía, que si, con la humildad como guía, estamos dispuestos a adherirnos a su proyecto desde la nada misma, Jesús nos acoge con sus manos divinas y se convierte en nuestro escudo. Y a través de sus leales seguidores, de sus ejércitos celestiales y las inquebrantables fuerzas que Él dispone, su manto protector se erige con firmeza, envolviéndonos en amorosa guarda.

¿Qué nos pide Jesús? Primero, reconocer a un solo Dios, como único y verdadero. Esta noción es muy importante porque hay quienes personalizan a Dios a su imagen y conveniencia. De modo que en lugar de temer u obedecer al Altísimo, temen y obedecen al monstruo que llevan dentro ¿La otra condición? Estar en disposición de amar a los otros y, en la medida de nuestras posibilidades, como recomendaba Pablo, mantenernos en armonía con ellos.

Decirlo es fácil ¡Qué reto! Tener que amar a tanta gente miserable, a quien te violó a tu hija, a quien asesinó a tu padre a quien destruyó tu matrimonio, a quién te desacredita por rivalidad, envidia o habla mal de ti sin conocerte. Qué rareza aceptar a quien te traiciona, insulta, te rumora, te humilla o se burla de ti, y después lo ves comulgando en el templo o besándole al cura la sotana.

¿Qué Dios me regaló, después de tantos sinsabores? La Verdad del amor.

¿Y qué visualicé después de este regalo? Que el Amor es algo imponderable. Sólo el amor protege de la traición. Nos aleja de la deslealtad y el egoísmo de los que nos rodean. Nos mueve al compromiso con el que sufre y nos provee de fuerza para ser consecuentes con una causa. El amor es un atributo que, si tiene una naturaleza verdadera, sobrepasa el poder del dolor.

Numerosas almas sostienen que del amor se transita al sufrimiento. Sin embargo, disiento en cuanto a la secuencia. Es el dolor quien nos concede la sabiduría para apreciar la envergadura del amor, cuando logramos alzar el vuelo por encima de él en pos de una creencia, un propósito o una utopía.

Esta es la revelación imperecedera legada por Jesús, el Hijo de Nazaret, quien en su sacrificio y ejemplo nos condujo hacia la senda de la comprensión profunda.

Jesús, en su divina piedad, trascendió las barreras del miedo y el dolor, demostrando que en el corazón humano yacía un poderoso componente. Este asombroso descubrimiento cristalizó en la cruz, donde su carne se entregó en sacrificio, tejiendo un tapiz de amor y redención.

El acto supremo de encarnación, al abrazar la fragilidad humana, introdujo una nueva dimensión al alma humana: la posibilidad de reencuentro. Este audaz proyecto insinuó la noción de reencarnación, pues el Padre celestial honró a Jesús con el don supremo de vida eterna, forjada con autoridad sobre las huestes espirituales.

La espada que Jesús empuña no es de acero, sino de amor.

Un amor que rebasa las fronteras del entendimiento y emana desde el núcleo mismo de su ser.

Nuestro amor hacia Jesús revela la aceptación de este poder. Un poder transformador.

Sin embargo, Jesús, en su sabiduría infinita, busca pruebas genuinas de este amor ¿Por qué? Porque en su elección reside un legado monumental, y las grandes dádivas no se otorgan a la ligera. No se trata solo de misericordia, sino de prepararnos para la gloriosa misión que yace por delante.

Así como el Padre derrama «gracias», Jesús nos infunde poder, un poder cuyo ejercicio requiere sabiduría y sumisión a Él.

La conexión es esencial, ya que la raíz de nuestra misión se origina en su Divina verdad. Por eso, cuando en mi clamor fui escuchada, la respuesta fue un eco de su misericordia, tejida con el hilo de su amor. El mensaje resonó: «Te elevaré de entre las piedras. Llegará el tiempo en que te pediré un sacrificio, para medir el alcance de tu amor. Estate preparada».

Este no es un llamado singular; ha resonado en los corazones de muchos. ¿Qué ansía Jesús de nosotros? ¿Por qué, siendo exaltado en lo alto, descendería a nuestros niveles? Su respuesta es inequívoca: nos ama. No obstante, como un orfebre cuidadoso, no arrojará sus perlas a los cerdos. Su conocimiento es profundo; recuerda la parábola del joven Natanael, cuya esencia Jesús conoció mientras reposaba bajo la higuera (Juan 1, 45-51).

Quiénes somos, lo que hemos hecho, no es un enigma para Él. En cada uno divisa el potencial de un guerrero de la luz, capaz de empuñar su espada de amor. En compañía de Jesús, somos imbuidos con la fuerza de lo divino, una fuerza que trasciende la materia y se alza con inquebrantable esplendor.

Contar con un amigo así ¿Qué mayor poder puede anhelarse?