En el tejido de nuestra humanidad yace un rincón oscuro y olvidado, un escondite de turbaciones que a menudo preferiríamos no reconocer. En este espacio, cada uno de nosotros -yo incluida- carga con un baúl repleto de rencor. Parece extraño cómo incluso tontas pequeñeces pueden desencadenar la acumulación de tal veneno emocional.
Tomemos, por ejemplo, ese momento en que alguien, sin intención malévola, elude el saludo. Acaso fue un simple descuido, una distracción momentánea. Quién puede decirlo con certeza. Y ocurre que, si en ese instante, el baúl se abre de par en par, el responsable del desaire se convierte en un reo a cadena perpetua.
Así transcurre la vida, nosotros portando nuestros baúles como si fueran tesoros invaluables. Pero en lugar de joyas y riquezas, estos cofres contienen resentimientos, alimentados por las más nimias afrentas.
Nos encontramos atrapados en esta danza de guardias y prisioneros, donde somos tanto los carceleros como los cautivos, sosteniendo cadenas invisibles que amenazan con arrastrarnos hacia las profundidades oscuras del interno.
El rencor, que germina en rincones remotos del corazón, encuentra su alimento en las raíces del odio. El odio, a su vez, se nutre de razones y lógica torcida. Pero esos celos…, los celos son peores porque se alimentan de un fango profundo y primitivo: pasiones bajas que se arrastran en lo más íntimo de nuestro ser.
Los celos, con su mirada verde y venenosa, son el reflejo deformado de nuestras inseguridades y temores. Son el resultado de andarnos en comparaciones con los demás y sentirnos deficientes, insuficientes en nuestra propia piel.
¿Acaso no es una ironía cómo estos baúles llenos de amargura, se cargan con un fervor que eclipsa incluso las alegrías más puras? ¿Cómo es que permitimos que emociones oscuras ejerzan tanto poder sobre nosotros? Quizás sea hora de que examinemos el baúl con valentía, de que abramos los candados y arrojemos luz sobre las sombras que se esconden en su interior.
Si tan solo pudiéramos llenar nuestros baúles con comprensión y empatía en lugar de rencor y celos. Si tan solo pudiéramos liberarnos de las cadenas que nos atan a estas turbulencias destructivas. Porque, en última instancia, el camino hacia la verdadera libertad yace en nuestra capacidad para perdonar, soltar y encontrar un terreno común en el vasto paisaje de la experiencia humana.
Solo entonces podremos cerrar suavemente esos baúles, permitiendo que el viento de la renovación los lleve lejos, dejando atrás el fango del pasado y abriendo paso a la luz de la indulgencia y la compasión.©
Raysa White Más